La Guajira: un viaje mágico entre el desierto y el mar
Lunes, 25 Agosto 2014 18:43

La Guajira: un viaje mágico entre el desierto y el mar Ana María García / EL TIEMPO
El viento que sopla fuerte en La Guajira ondea la manta verde limón, larga y holgada, que luce Mayulis Epiayo. Descalza. La cabeza cubierta con un pañolón fucsia para protegerse de un sol que encandila un cielo despejado y que lo calienta todo, como un horno. La temperatura: 42 °C. Pero hay viento. Mucho. Es como si todo el viento del mundo naciera aquí, donde comienza el extremo norte de Colombia y del continente, en una de las regiones más bellas y turísticas del país, dueña de paisajes únicos en los que el desierto se funde con el mar.
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por José Alberto Mojica Patiño

Mayulis es la primera anfitriona de este viaje y nos recibe en su ranchería, a 15 minutos de Riohacha, capital del departamento. Se llama Saa’n Wayú y traduce, en la lengua de su pueblo, Espíritu wayú. La ranchería fue adaptada para recibir turistas, a quienes les comparte sobre la cultura de su etnia: les narra que este es un territorio sagrado, les habla de la energía de los árboles, del poder de la palabra y de los sueños. Sueños que auguran dichas y desventuras. Cuenta que esa energía sobrecogedora que se percibe la brindan los espíritus de sus ancestros. (Vea en imágenes: La Guajira: destino salvaje de desierto y mar)

Llega una familia: el papá, la mamá y una niña de 4 años. Mayulis los recibe en una enramada y los acomoda en los chinchorros de colores que ella y su mamá tejen. Le maquilla la cara a la mamá –un sol que nace desde la nariz–, la forra con una manta y la invita a bailar. El parejo es un pariente suyo, cubierto apenas por un taparrabo y un sombrero.

El tour incluye una visita al río Ranchería, que pasa por allí. Pero cuando llegamos no hay agua, solo una cuenca honda. El río está seco. Hace dos años que no llueve. El intenso verano que tiene azotada a esta región ha vaciado varios ríos, pozos y reservorios de agua, como se ha informado en las noticias. Pero ella tranquiliza a los visitantes:

“No les va a faltar nada, van a tener lo necesario para disfrutar de la belleza y la magia de La Guajira”. Esa aclaración también la hace Katherine Iguarán, directora de Turismo de La Guajira, quien explica que los servicios de hospedaje en posadas wayú, los hoteles de Riohacha, las agencias de viajes, restaurantes y transportadores trabajan de manera articulada.

Mayulis agradece la visita. El turismo, dice, se ha convertido en una importante fuente de ingresos para su comunidad. “No dejen de visitarnos”, sigue la mujer, recordando ese compromiso que debe ser ley de todo viajero: hacer algo por la gente que vive en los destinos por donde pasa.

Comienza la travesía

Después de visitar la ranchería de Mayulis –tras un vuelo de una hora desde Bogotá hasta Riohacha– salimos hacia el Cabo de la Vela en una camioneta 4x4, necesaria para el terreno. No hay carretera. Solo arena, piedras, bosques de cactus secos, chivos, burros. Nos lleva ‘Papi’, un baquiano que se conoce todos los vericuetos del desierto. ‘Papi’ se llama Juan Carlos Sierra. Nos guía Andrés Delgado, director de la agencia Kaishi Travel, quien explica que este viaje es mejor hacerlo por medio de una agencia y con un conductor como ‘Papi’. No es recomendable irse en carro, por cuenta propia. Uno mira el desierto infinito y comprende que sería muy fácil perderse. Y el único transporte público son unas camionetas que salen a la madrugada y que pasan de ranchería en ranchería, lo que no resulta cómodo para los turistas.

Pasamos por Uribia y visitamos la tienda de artesanías de Sara Gómez, que trabaja de la mano con mujeres wayú cabeza de hogar. Ideal para comprar las famosas mochilas wayú a muy buenos precios. Bordeamos las salinas de Manaure, con esos morros de sal que parecen nieve.

Cae la tarde. Dos horas y media de recorrido y llegamos al Cabo de la Vela, a la ranchería de Aarón Laguna, convertida en posada turística. Se llama Apalanchi, que en wayuunaiki significa pescador. Las habitaciones son sencillas pero cómodas: una cama limpia con un buen colchón, un baño. No hay energía eléctrica, solo la que encienden las plantas de gasolina desde las 6 de la tarde y hasta las 12 de la noche.

La comida es un pargo rojo frito, tostado, sabroso, con patacones. Vale aclarar que aquí, donde comienza la alta Guajira, no hay grandes desarrollos turísticos ni hoteles sofisticados. Este es un territorio indígena sagrado, intocable. Solo hay posadas como Apalanchi, donde también se consiguen bebidas frías y donde una noche de hospedaje cuesta desde 30 mil pesos. Aquí, el lujo es el privilegio de conocer el patrimonio natural. La Guajira es de esos destinos donde hay que adaptarse a las condiciones naturales, sin que eso signifique pasar incomodidades.

Es de noche y el mar, al frente, ruge fuerte. El viento se cuela por las tablas de madera de la habitación. No es necesario un ventilador. En los baños siempre hay agua, no apta para el consumo, pero se invita a los visitantes a hacer un uso moderado.

Las mágicas dunas de Taroa


Salimos a las 6:30 de la mañana rumbo a Punta Gallinas, bordeando una playa de arena del color de la miel y de un mar verde menta. Es frustrante seguir derecho, pero el camino es largo. Del Cabo de la Vela disfrutaremos después.

Descendemos de la camioneta tras tres horas de recorrido y lo que tenemos al frente es un paisaje surreal: una colina de arena finísima, tostada pero suave, caliente. Nunca hemos ido al Sahara, pero esto se parece al Sahara que muestran en las películas.

Las dunas son acumulaciones de arena moldeadas por el viento y estas, en la cima, tienen un arbusto extrañamente verde. Extraño porque estamos en el desierto y ya se ha dicho que hace dos años no llueve por aquí.

Caminamos y los pies se hunden, casi hasta las rodillas; el viento sopla con fiereza y la arena, que vuela, salpica levemente las piernas. Al llegar a la cima donde está el arbusto se revela un paisaje aún más asombroso: el otro lado de la colina de arena que se funde en un mar entre azul y verde, de olas poderosas.

Descendemos unos cincuenta metros –las dunas en bajada parecen una escalera eléctrica– hasta tocar el agua, que está muy fría. Perfecta para tanto calor. El mar es recio, recomendado solo para adultos que sepan nadar muy bien. Nadamos un rato y nos disponemos a caminar por entre las dunas, durante cuarenta minutos. El viento empuja, ayuda a que el recorrido no sea tan exigente. Sorprende ver las líneas ondeantes labradas por el viento sobre la arena, como serpientes. Sorprende ver el tránsito de las nubes que se mueven rápidamente, como fantasmas, dejando una sombra negra sobre el desierto. Esto es mágico.

En la punta del país y del continente

Cinco kilómetros adelante de las dunas de Taroa se llega a Punta Gallinas, a esa puntica del mapa de Colombia, en el extremo más septentrional del país y de América del Sur. Pero allí no hay más que un faro, instalado hace pocos años, y la base del viejo faro, un salón deshabitado con algunos trastes, pintado con una gallina y con leyendas que hacen alusión a la referencia geográfica. Retomamos el camino y llegamos, en cinco minutos, a la ranchería Alexandra, que también es una posada turística.

La anfitriona es Karelvis, entusiasta joven wayú de 17 años que nos muestra el lugar, con varias enramadas de las que cuelgan coloridos chinchorros donde más tarde vamos a descansar. Un dato: las artesanas se demoran, en promedio, seis meses tejiendo un chinchorro. La posada queda en la cima de una colina, desde donde se ven el mar y la Bahía Hondita, hogar de flamencos que se asoman como una mancha rosada.

A 15 minutos, caminando, se llega a una de las playas más famosas de la región, donde contemplamos la puesta de un sol totalmente redondo y anaranjado, como una bola de fuego. Esta, como la mayoría de playas de La Guajira, es solitaria. Hay solo unos pocos turistas, casi todos extranjeros. Está bordeada por acantilados que invitan a dar un paseo. Pero no se recomienda: podría toparse con una culebra.

Ahora sí, el Cabo de la Vela

El regreso al Cabo de la Vela, desde Punta Gallinas, tardó tres horas. Pasamos por Bahía Portete, donde un mar tranquilo y muy azul –profundo gracias a la ensenada que lo protege– está rodeado por un mangle verde y espeso. Allí queda Puerto Bolívar, uno de los puertos mineros más importantes del país. Vale la pena caminar un rato por allí.

Llegamos a la posada Utta, reconocida como la mejor del Cabo. Posee playa, las cabañas tienen ventilador y ofrece un restaurante amplio, una sala donde proyectan películas y tienda de artesanías. El gerente es Michel Polanco, quien sirve de guía para conocer el primero de los tantos atractivos del lugar: el Faro.

Es un mirador sobre un morro que a lo lejos tiene la figura de un dinosaurio acostado, donde contemplamos el mar al atardecer. Es todo un privilegio sentarse a disfrutar de este paisaje.

La noche fue tranquila. Salimos temprano rumbo al Ojo de Agua, llamado así gracias a un pozo de agua dulce que nacía allí y que se unía con el mar. El pozo hoy es un risco donde los chivos escarban buscando qué beber. La playa, redonda, de arena fina, es ideal para tomar el sol y descansar.

En cinco minutos, en la camioneta, llegamos hasta el desierto Arco Iris, donde el mar abierto revienta en chorros sobre el acantilado. Es mar abierto, no se recomienda meterse.

En la misma zona queda el Pilón de Azúcar, otro mirador colosal, como una catedral. Hay que llevar tenis o botas, pues el ascenso es exigente: el terreno está lleno de piedras y el viento –el viento una vez más– es cosa seria.

Hay jóvenes wayú que se ofrecen como guías. Es bueno aceptar su ayuda y darles una propina. La caminata dura 20 minutos. La recompensa es una panorámica de 360 grados: el océano infinito, de colores, el desierto tostado. Hay una gruta en honor a la Virgen de Fátima, pero no hay Virgen. Cuentan que unos vándalos la tumbaron. Al descender nos recibe una playa de arena rojiza, custodiada por rocas del desierto. Es la más visitada de todas.

Allí descansamos un buen rato y nos damos un chapuzón en el mar cristalino. Es hora de tomarse una cerveza fría, sin olvidar llevarse la basura –algo que no hacen todos los turistas–. El encanto de Colombia comienza aquí, en este destino salvaje de desierto y mar, único y privilegiado. Y es nuestro. El alma y el espíritu se llenan de regocijo al admirar estos paisajes y al conocer y darle la mano a una comunidad que sabe ganarse el corazón de quienes pasan por allí.

Si usted va…

-Un viaje de cuatro días y tres noches por la alta Guajira, desde Riohacha, cuesta desde $890.000 por persona. Incluye: alojamiento en posadas wayú; alimentación, guianza, transporte terrestre 4x4, seguro de viaje. Informes: Kaishi Travel. Teléfono: 3114296315. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.. www.kaishitravel.com/

-En el Cabo de la Vela puede hospedarse en la posada Apalanchi. Teléfono: 3126306637 www.apalanchii.com. También en la posada Utta. Teléfono: 313 817807. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

-En Punta Gallinas el alojamiento es en la posada Alexandra. Teléfono: 3135006942 Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

-Lleve ropa vaporosa, sandalias, tenis, sombrero y bloqueador solar. Se recomienda regresar con la basura que produzca.

- En Riohacha se recomienda el hotel Taroa, el más nuevo y sofisticado de la ciudad, ubicado sobre el malecón. Su restaurante bar, en la terraza, es ideal para contemplar el atardecer y disfrutar de lo mejor de la cocina autóctona, y de un buen coctel. Teléfono (5) 7291122. www.taroahotel.com

-Una muy buena opción para comer en Riohacha es el restaurante Lima, que ofrece una propuesta gastronómica que combina la cocina colombiana con la italiana, oriental y peruana. Calle 13 # 11-33. Teléfono: (5) 7281313.

Portal de América - Fuente: www.eltiempo.com

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