por Brais Suárez González, Condé Nast Traveler
De los abismos marinos, emergemos hasta las oleosas aguas de la vietnamita bahía de Ha Long, llenas de latas de cerveza y combustible de party cruises. De ahí, Asia adentro, nos subimos en uno de los cientos de helicópteros que atruenan sobre los abarrotados campamentos del Everest, o aguantamos infinitas colas para fotografiar un amanecer nublado en Angkor Wat. Ventajas y consecuencias de la masificación.
Pero para encontrar algo único parece necesario ir un paso más allá hasta desafiar lo moral. Podemos (o podíamos) pasear por las ruinas radiactivas de Prípiat, junto al mortuorio velo metálico que cubre el reactor número 4 de la central nuclear de Chernóbil. Por poder, podemos asomarnos a los montes de Gaza para escuchar los disparos y decir que hemos estado en la guerra. O podemos, incluso, pagar miles de dólares para vivir la experiencia de un vagabundo durante unos cuantos días en un downtown estadounidense. Quien prefiera la espiritualidad, no tiene más que comprarse un pack psicotrópico que incluya ritual de ayahuasca en la selva y un traductor experto en alucinógenos.
Los viajes son inevitables. Mientras exista el mundo y mientras exista la curiosidad (y la necesidad), serán un bien esencial, aunque a menudo de lujo. Viajar en toda su dimensión, en esa que implica abrirse en canal ante un mundo y personas desconocidos para recibirlos en la misma medida en que nos entregamos a ellos, es algo que requiere tiempo, reposo, sensibilidad, muchísima empatía. Requiere desprenderse del ego propio y así, quizá, encontrarse.
El turismo no deja de ser una democratización de esa necesidad, la posibilidad de que amplias masas de gente disfruten y sean algo más conscientes del planeta que habitan y de con quién lo comparten. Basta recorrer algunas capitales europeas y sus centros históricos para entender el grado de desarrollo: hace un siglo sería impensable que las fronteras, las murallas, los tesoros reales, las cárceles y sus salas de torturas… recibieran con las puertas abiertas a tantos extranjeros.
Sería impensable que millones de personas caminaran por las empedradas calles de Santiago o Praga solo por disfrutar de la belleza y la Historia. O que las mejores colecciones de pintura se exhibieran ante curiosos y expertos de todo el mundo por igual. Nadie imaginaría que unas abominables instalaciones industriales acabarían acogiendo raves multiculturales como auténticas expresiones de amor y creatividad. Es cierto, durante una visita guiada a las ruinas de Éfeso se pierde la sensación de descubrimiento, pero su disponibilidad es un activo tan valioso como su propia existencia.
Es inevitable que la masificación, al menos en sus etapas iniciales, vaya asociada a la perversión de una idea genuina. Ha ocurrido con todas las artes: la alfabetización masiva derivó en la aparición del panfleto. En vez de música de cámara solo Para Elisa, YouTube nos riega con más Gasolina. En vez de un producto elitista que exija el cultivo de una minoría para proporcionarle un pleno disfrute, se obtiene un producto adulterado del que una mayoría goza quince días al año. Con toda probabilidad, tanto el producto como su consumidor se acabarán refinando. De hecho, siguen escribiéndose grandes novelas, componiéndose grandes sinfonías y existiendo los grandes viajeros.
DEL TITANIC AL OCEANGATE
Pero, como rizando el rizo, esa democratización ha derivado en un turismo mórbido, el turismo acumulativo y pornográfico que, frente a la búsqueda interior, solo existe para que uno se adorne de historias como adorna su árbol de Navidad, para saciarse de sí mismo y rellenar sus ramas secas. Más allá de lo ético o lo moral. Queremos que alguien nos lea poesía y nos la explique, que alguien cocine y mastique por nosotros, que alguien nos acoja en su casa como a su hijo.
Da igual quién; basta con que acepte unas monedas a cambio, porque en la foto no se notará. En definitiva, queremos convertirnos durante dos días en alpinistas, arqueólogos, espeleólogos o ravers. Queremos que alguien haga el viaje por nosotros, que nos lleve de la mano y que rellene nuestro pasado de lo que jamás encontraremos.
Un submarino de billonarios hundido entre los restos del que fue el crucero más exclusivo de su época es una siniestra ironía de este fenómeno. Indica que algo se hunde en esta industria de una imaginación grotesca. Pero expresa también que hay una ruina moral mucho más profunda de lo que imaginamos. De ahí que, por muy hondo que buceemos, sea imposible encontrar lo que necesitamos, porque está en la superficie, en las calles, en las aldeas remotas y en el menú del día de la esquina. Está en nosotros, en la manera de consumir el mundo.
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