¿Debemos vetar países por motivos éticos?
Jueves, 18 Septiembre 2025

¿Debemos vetar países por motivos éticos?

Viajando, uno tiende a convertir algunos detalles o pequeños comentarios en preguntas trascendentales. Recuerdo cuando un improvisado compañero de bus, en un viaje por una lejana y consolidada tiranía, me dijo: “Ya que yo no puedo ir al extranjero, intento siempre hablar con quienes venís aquí, porque es increíble lo parecidos que somos todos”.

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por Brais Suárez González, Condé Nast Traveler

Serían las 20 horas de trayecto o sería la falta de sueño, pero esa imposibilidad suya de viajar hizo cristalizar varias preguntas: ¿Dónde está la frontera, si es que existe, entre los países que es ético visitar y los que no? ¿A qué ranking obedecemos y hasta qué puesto llegamos para vetar un país como destino de vacaciones? Es más, ¿a qué época histórica nos remontamos, teniendo en cuenta que muchos de los países buenos se han desarrollado a costa de otros que ahora luchan por recorrer el mismo camino, pero a los que condenamos por no conseguirlo? Cada vez que lo discuto antes de salir de viaje me dan ganas de quedarme en casa.

El mundo y sus fronteras cambiantes durante la Historia

El mundo y sus fronteras cambiantes durante la Historia

En aquel bus, yo podría haber contestado a mi compañero de asiento que muy bien, pero que le estoy haciendo un flaco favor, que mi viaje es éticamente reprobable porque omite sus derechos humanos, blanquea y financia a quien lo tiraniza.

Nuestra capacidad de comunicación no daba para tanto, pero me imagino sus posibles respuestas: 1. “Tiene razón, hombre blanco, váyase de aquí, denuncie lo que aquí ocurre y vuelva cuando esto acabe”. 2. “No, amigo, no, ya bastante aislados vivimos, viaje tranquilo y cuéntenos su historia, vea el país y luego denúncielo”. 3. “Está usted equivocado. Aquí vivimos como queremos y debería entender que lo que le cuentan no es verdad”. 4. “Déjeme tranquilo, caballero”.

Bueno, ni el turista (o viajero, si aceptamos esa elitista diferencia) europeo es un profeta de los valores modernos y hasta puede que sus valores no sean universalmente correctos. Pero la duda de si vetar o no algunos países parece cada vez más pertinente.

El capitalismo ha canibalizado cualquier instinto humano; viajar se ha convertido en una industria como otra cualquiera y, además de los profundos debates sobre la gentrificación o la sobreexplotación turística, es inevitable preguntarse la dimensión de nuestro impacto allá donde vamos, también en términos políticos.

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Borat (Larry Charles, 2006) ironiza sobre el relativismo cultural y los viajes.

Especialmente cuando la globalización toca techo: crecen los nacionalismos, disminuye la cooperación, se revierten procesos de aperturismo que parecían inevitables, se discute el flujo de (determinado tipo de) personas… Con todo, seguimos viajando y, cuanto más lo hacemos, más desconectados parecemos de nuestros destinos, con los que nos relacionamos en formatos prediseñados y mediante transacciones comerciales.

Si viajar pierde esa naturaleza antropológica, si se reduce a una forma de consumo, es inevitable sentir que nuestro dinero es también una manera de expresarnos, de secundar algo o censurarlo. Y no hay ningún gasto (o inversión) mayor en una economía que ir a visitarla. ¿Visitar una tiranía la legitima? ¿La estamos financiando? Es posible, pero:

Por una parte, las sanciones a un país no repercuten tanto en su Gobierno como en sus víctimas; es decir, sus ciudadanos. De alguna manera, si vetamos ese país, se lo entregamos al tirano mientras está en el trono, que acaba dominando el discurso y, como consecuencia, logrando un efecto rebote: las sanciones impermeabilizan a la población ante el pensamiento crítico y acaban por radicalizarla. Es decir, la sanción redobla el castigo de la víctima.

Por otra parte, mucho más allá de todo eso, viajar no es un mero intercambio comercial ni un adoctrinamiento unidireccional. No debe ser un acto de proselitismo y sería ingenuo pensar que contribuirá a la liberación de los oprimidos. Pero viajar, en su condición genuina, forma parte de una serie de intercambios –como comercio, diplomacia, cultura…– que refuerzan los vínculos entre personas, que ayudan a aceptar la pluralidad, a diluir los límites de nuestra moral y a recomponer nuestra escala de valores. No solo comunica el que recibe, sino también el que visita. Para ambas partes, a título personal, esto puede ser un tesoro.

Y, por eso, se hace incómodo asumir el coste de esta decisión –de vetar o no algunos países según una escala de valores muy sui géneris— a nivel individual, mientras estados que se proclaman adalides de la democracia liberal ni siquiera tratan de ocultar sus dobles estándares.

Eso no nos exime de nuestra responsabilidad. Tengo claro a qué países no iría y sobre los que no escribiría, pero debo terminar sin una respuesta obvia, apenas con la convicción de que la mezcla nos ha enriquecido durante siglos, ha abierto la mente del huésped y del anfitrión, y expandido las sensibilidades de quienes se reconocen en el que, como a aquel improvisado compañero de bus, parecía diferente pero no lo es tanto.

Portal de América

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