Carta de amor a una isla griega
Jueves, 21 Septiembre 2023 11:39

Escena de la película '¡Mamma mía!' Escena de la película '¡Mamma mía!' PictureLux / The Hollywood Archive / Alamy Stock Photo

“Y mi espíritu, mecido por las olas, se hacía ola y se sometía, también, sin resistencia, al ritmo del mar”.– ‘Zorba el griego. Vida y andanzas de Alexis Zorba’.

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Una isla griega. Da igual cuál, no hace falta irse a grandes iconos (ni Miconos). Una isla habitable de las miles que se espolvorean por el Egeo, el Jónico, el Mediterráneo... Salvajes y hospitalarias, alargan el verano, atenúan el invierno y anticipan la primavera. Más como un estado de ánimo que como una estación del año, porque su carácter es invariablemente estival. Allí está la isla griega, como un animalito acurrucado, esperando devolver la caricia del visitante con la generosidad de su naturaleza.

O, de hecho, allí se queda, nuestra isla griega, para los que ya tenemos que despedirla desde el avión, como diciendo adiós a la última y más simbólica expresión de las vacaciones. Flotando en su aura de eternidad, se despide este enjambre de sirenas, a cuyo influjo jamás nos sustraeremos. Apabullado por la impresión, como una especie de Ulises volador, el viajero sabe que volverá. Desde el primer contacto, se ha quedado imantado, impedido para olvidar el enorme encanto de la isla griega. Tan grande y místico, como un mito que es necesario descifrar.

Vistas de Chania Grecia

Vistas de Chania, Grecia. Si desaparezco, buscadme en una isla griega. Matthieu Oger / Unsplash

La belleza está insertada en todo. Incluso en el terrible caos urbanístico de Atenas, que parece diseñado para enfatizar los contrastes de sus apelotonadas viviendas con los vestigios de la Antigua Grecia, los montes y los destellos de Mediterráneo que asoman desde los rincones más inesperados.

Desde la capital, media hora de coche basta para bañarse en orillas tibias y más cercanas a una civilización ancestral que a la actual: majestuosas ruinas moldean este paisaje como cualquier otro elemento natural. Uno nada en aguas transparentes a unos metros de un antiguo teatro griego y se repone con las aceitunas de los olivos circundantes. He ahí, quizá, una de las claves: en ningún sitio el humano parece tan fusionado con su hábitat. Ningún sitio parece haber interiorizado hasta tal punto las proporciones de la belleza clásica.

Ese mismo esquema funciona en la isla griega, desde que se divisa desde el ferri. Al llegar, una pequeña ciudad amenaza con los males de la masificación: cafeterías, bares, suvenires, atascos, calor húmedo, colas frente a los monumentos, playas de pago…. La sorpresa es que incluso eso es agradable. Los griegos imponen su ritmo.

Escena de la película 'Antes del anochecer'

Escena de la película 'Antes del anochecer'. En ningún sitio el humano parece tan fusionado con su hábitat. Moviestore Collection Ltd / Alamy Stock Photo

Aún con las maletas a cuestas y preguntándote cómo llegar al hotel, los camareros de camisa blanca se te aproximan con un gesto de ironía que parece decir: eh, tranquilízate, estás en otra dimensión. Y ellos mismos, con su sonrisa, preparando los azucarados frappés como si fueran una ambrosía para el mismísimo Zeus, te inculcan este nuevo ritmo griego.

Esperando a la sombra, bajo una higuera, se aprecia que la música no daña los oídos, que la comida no es de plástico, que cada cafetería tiene el toque personal de alguien que se esmeró en hacerlo todo de buena voluntad. Hasta dan ganas de creerse que los suvenires son, efectivamente, hechos a mano por el artesano de la esquina.

Y la isla griega no ha hecho más que recibirnos: sal ahora de ese núcleo portuario y ve a cualquier, CUALQUIER, otro pueblecito de alrededor. En coche, en autobús o en moto. Solo sigue la línea de la costa para llegar a playas que consiguen emocionar: el mar acogedor, algunos humildes árboles que se adentran en la arena fina, un horizonte salteado de otras islas, una casa de huéspedes siempre abierta… Todo está disponible y todo es fácil. Tiene todo el sentido del mundo estar aquí y en ninguna otra parte. Aquí se acuñó, al fin y al cabo, la ataraxia, ese gran enemigo del capitalismo: una materia espiritual que consigue que no desees nada más que lo que ya tienes.

Isla de Paros Grecia

Isla de Paros Grecia. Tiene todo el sentido del mundo estar aquí y en ninguna otra parte. Despina Galani / Unsplash

Hay en la isla griega una coexistencia de factores en su más geométrica medida: la gente (por cierto, con esa pronunciación tan asimilable a la española) ha encontrado el equilibrio entre cortesía e igualdad en el trato. La naturalidad se limita a lo necesario para no rebasar lo íntimo. Todo el mundo parece ser consciente de sí mismo y su entorno y, de ahí, ese principio tan balcánico de las normas como mera cuestión orientativa: se ve en la conducción, en los horarios, en la noche…

Todo es dilatable, adaptable al estado de ánimo de los personajes. Predomina una moderada anarquía que, por alguna mágica combinación de fuerzas, satisface a todo y a todos. Como si en este universo griego, sintonizado en un dial de irrebatibles atardeceres y deliciosas cenas, no cupiera el malestar.

Se yerguen también montañas en la isla griega. Paradójicamente, ensordecido por las cigarras, entre pinos y hayas, es desde lo alto donde percibes su plenitud. Ventanas tapiadas, osarios ortodoxos, una anciana al sol, una taberna vacía… Allí arriba resuena la frase de Kazantzakis: “Todo en el mundo tiene un significado oculto”. En estas tierras es donde se empezó a buscar el verdadero significado de las cosas, donde el humano se elevó a otro plano.

Escena de la película 'Las Cícladas. Escapada de amigas'

Escena de la película 'Las Cícladas. Escapada de amigas'. En estas tierras es donde se empezó a buscar el verdadero significado de las cosas. Chloe Kritharas

Se comprende, en ese solitario y achicharrante calor, que en la isla griega hay una fuerza contenida. La fuerza de la belleza, sí, pero también de la naturaleza, de la historia. La magnanimidad de un paisaje caprichoso que se ofrece y se deja habitar por los humanos, pero que sigue imponiendo sus normas: “Es pecado mortal el forzar las leyes de la naturaleza. No debemos precipitarnos, ni impacientarnos, sino seguir con entera confianza el ritmo eterno”, relees a Kazantzakis.

Anochece en la isla griega. Un viento cálido guía la vista hacia el mar. Una hoguerita retrata la silueta de dos hombres en la playa, y se te ocurre que serán Zorba y su amigo ruso, privados de la palabra y hermanados por sus estrafalarias danzas. Si te apuras, quizá los alcances y llegues al mar antes de que la luna emerja por donde se acaba de poner el sol. Corres hacia el horizonte renacentista y repites: “Y mi espíritu, mecido por las olas, se hacía ola y se sometía, también, sin resistencia, al ritmo del mar”.

Lo piensas ya desde el avión. La isla griega, con su ritmo marítimo, se queda meciendo lo último del verano y lo más profundo de ti.

Puerto de Paros Grecia

Puerto de Paros Grecia. La isla griega, con su ritmo marítimo, se queda meciendo lo último del verano y lo más profundo de ti. Despina Galani / Unsplash

Portal de América - Fuente: Condé Nast Traveler

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